Harriet, 1984.
Desde principios de los 80, el color se multiplica, se hace más variado, mientras que las áreas o zonas en que las formas fragmentan la superficie se interpenetran, fluyen, se invaden mutuamente, al tiempo que se acentúa el desenfoque, como si se agrandase todo con una lente de aumento y lo estuviésemos viendo desde muy cerca. Las tonalidades esenciales de Esteban Vicente se mantienen, en una verdadera sinfonía de malvas, verdes, amarillos, naranjas y azules.
De una intensa y luminosa belleza. En cierto modo es una obra de síntesis, pues en ella se funden las grandes zonas cromáticas que relacionaban a Vicente con Rothko y de nuevo aparecen las áreas delimitadas y asiladas que encontrábamos en los años 50, pero todo ello tratado con una suavidad exquisita, otorgándole un aspecto algodonoso a los bordes de las áreas de color. El color se transforma por la interacción con otro de los componentes esenciales de la pintura de Esteban Vicente: la luz, para el pintor: El color significa luz, si uno quiere expresar color.
Las formas frías azules y verdes flotan ante un fondo cálido. Las formas que aparecen son sinuosas y sensuales, no delineadas. La melancolía, la mirada interior y los recuerdos serán a partir de este momento una constante en su obra. En este caso más parece un retrato que una evocación.